Santiago Abella Peniche
Seminarista de los Padres de Schoenstatt
Ante la situación actual del mundo, las voces de muchos expertos ya se preguntan por las transformaciones económicas, políticas y sociales que pueden ocurrir en el mundo después del coronavirus. Se proponen teorías de cambio y se sostiene (como vi en una publicación de Instagram) que “no podemos volver a la normalidad porque la normalidad era el problema”. Poco puedo decir yo de cómo debería ser el nuevo ordenamiento geopolítico del mundo, o de qué tan real es que la sociedad post-coronavirus no va a ser como antes. Sin embargo, creo que, siendo fieles a aquella máxima de que para transformar el mundo lo primero que nos toca transformar es a nosotros mismos, podemos ofrecer una reflexión sobre el hombre nuevo que nuestra espiritualidad aspira a formar, y que hoy, como diría San Pablo, “el amor nos urge” a encarnar.
Puede ser que esto sea un poco abstracto. Es más, yo diría que, efectivamente, lo es, aunque surge de fuentes vivas. Y es que todo esto se me ocurrió después de leer un par de libros del p. Kentenich y confrontarlos con la experiencia que tuve el año pasado en el Retiro Testimonios de Vida en San Luis Potosí. Pero es cierto que, al final, estas palabras son un esquema, un esqueleto, una lluvia de ideas. Queda para cada uno la misión de descubrir qué de todo esto nos toca la vida…y cómo le hacemos para que a este montón de palabras le empiece a correr sangre y a latir un corazón. Nuestra propia sangre. Nuestro corazón.
En fin. Lo primero que habría que decir es que el “hombre nuevo schoenstattiano” (y la mujer nueva schoenstattiana, por supuesto, pero como yo soy hombre, y en primer lugar me digo todo esto a mí mismo, perdonen que escriba todo lo que sigue en masculino…) surge a partir de un encuentro con Cristo. Surge cuando nos dejamos encontrar por Él, cuando nos abrimos a la sorpresa de que Él esté tocando nuestra vida. El hombre nuevo es el que sabe interpretar su vida desde el momento decisivo del encuentro. Desde ahí, es capaz de descubrir a Jesús acompañándolo en toda su historia pasada. Es capaz de leer su historia a la luz de ese encuentro, de darse cuenta que nunca estuvo solo, que Dios fue tejiendo con Él una historia coherente que lo conduce a ser quien hoy es. Es capaz de descubrir la coherencia de esa historia y asombrarse, de ver cómo Dios lo preparó para ese encuentro decisivo a través de un sinfín de pequeñas cosas. Y, con todo esto, empieza a darse cuenta de que Dios lo amó primero, desde el principio.
El hombre nuevo es el que, a partir de esta convicción, busca ahora un encuentro cada vez más íntimo, cercano y real con Jesús. Busca conocer más profundamente la historia de ese Amigo, redescubriendo su Rostro en su Palabra y en tantos rostros que acompañan su camino. El hombre nuevo es el que se atreve a echar raíces en Dios, a arraigarse cada vez más en su mundo. Así, se va haciendo cada vez más capaz de descubrir la huella y la Presencia de Jesús en su propia vida cotidiana, por más agitada que ésta pueda ser.
El hombre nuevo contempla al Hijo y, así, descubre al Padre. Recibe poco a poco, tras gustar mucho las misericordias cotidianas, la certeza de que Dios es Amor, Dios es Padre y Dios es bueno y bueno es todo lo que Él hace. Se maravilla ante la Vida de Jesús, que ha ido conociendo lentamente. Y, de pronto, se siente llamado ya no sólo a conocerlo, sino a seguirlo de cerca, a imitarlo, a aprender su Modo, su manera de vivir y amar, de rezar, de estar y de servir. Se deja entonces llenar de misericordia y de ternura, de fe cálida y amor profundo…
El hombre nuevo pronto comprende, sin embargo, que esto no es todo, porque descubre que seguir a Jesús y ser como Él también (¿sobre todo?) pasa por la Cruz. Puede resistirse en un principio, y esto puede costarle muchas lágrimas. Pero poco a poco descubre que la Cruz no es la muerte y ya. La Cruz es la libertad, la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Es despojarse de uno mismo, de los propios planes, de las comodidades burguesas, de lo que es sólo “terreno en el pensar” o “demasiado humano en la entrega”. La Cruz es descentrarse, es cambiar el centro de gravedad de la propia vida. La Cruz es sumergir toda la existencia y todos los amores en el Corazón de Dios. De este modo, el hombre nuevo, ya libre de sí mismo, se hace libre para cumplir, por y con amor, la Voluntad de Dios, que es, en último término, el Amor.
Desde Cristo, el hombre nuevo encontró al Padre y se hizo en Él libre de sí mismo para amar. Desde Cristo, el hombre nuevo es lanzado también a nuevas realidades.
El hombre nuevo descubre que Jesús es inseparable de María, su Madre. El hombre nuevo, pues, comprende que vivir en Jesús implica aceptar como Madre a María, acogerla en lo propio, en lo más íntimo. El hombre nuevo es el que descubre que, si Cristo estuvo siempre en su vida, también lo está María. Es el que se deja acoger, transformar y enviar por ella desde su Santuario. Es el que, en su Madre, encuentra muchos más motivos para comprender que Dios es Padre, Dios es bueno y bueno es todo lo que Él hace.
El hombre nuevo es el que vive en el corazón de sus hermanos, y deja que otros vivan en su propio corazón. Es el que sabe abreviar todas las distancias en el Corazón de Dios. El hombre nuevo encuentra a sus hermanos en su interior, aunque estén a miles de kilómetros de distancia o aunque estén en el cuarto de al lado, y ahí también aprende a amarlos. Sabe que este encuentro es real en la medida que lo siga siendo su encuentro con Jesús (y con María). Se hace responsable de la vida y la sa
ntidad de los que viven en su corazón y sabe, al mismo tiempo, que él vive y se sustenta de la santidad de ellos. Inscribe a sangre y fuego a los suyos en el Corazón de Dios, y pone alegremente su propia vida como prenda por la salvación de los suyos.
El hombre nuevo sabe que todo esto es vano si no sale de sí mismo y lo comparte. Sabe que la alegría más plena está en compartir la vida que Jesús ha puesto en su interior por la fuerza del Espíritu. Por ese mismo Espíritu, el hombre nuevo se convierte en testimonio vivo para los suyos, en testimonio de esperanza. Y así, poco a poco, su fuego enciende otros fuegos. Y así, quizá, nuestro México se llenará de hombres y mujeres nuevos que puedan transformarlo de veras. Cuatro, cinco, seis veces; todas las que sean necesarias, hasta que Cristo Rey y María de Guadalupe, nuestra Mater, puedan reinar en todos los corazones.